martes, diciembre 11, 2007

Más recuerdos ... y otras reflexiones


No medía más de un metro de estatura. Hacía bastante frío así que mi madre me forró de ropa y como envoltorio final me puso un anorak heredado de mi hermana, que yo no terminaba de rellenar.

Me colocó divertida ante el espejo y me miré de arriba abajo analizando mi atuendo: pantalones de pana con rodilleras, gorro de lana verde con borla, bufanda a juego y manoplas, y ese enorme anorak que me hacía unos brazos largísimos.

Para ella estaba muy bonita pero a mí me daba corte. No muy convencida miré a mi padre que también estaba listo para el rigor del Invierno, se agachó para subirme la cremallera y me dijo: “Vaya yo caliente, ríase la gente”.

Las palabras mágicas me hicieron de repente sentirme calentita y feliz. Mi madre me dio un beso y me puso una mandarina en el bolsillo, y yo, a pesar de la dificultad avancé de la mano de mi padre excitada por la aventura campestre.

La tarde anterior habíamos estado los dos mano a mano colocando el Nacimiento en un enorme tablero, con sus montañas, ovejas, patos y un río de plata. Me encantaban las luces de colores, me parecía de cuento y yo, desatada mi imaginación, me hacía pequeña y me metía en esas casitas que tenían las ventanas de papel de celofán.

Mi padre tan niño como yo, estaba empeñado en que le faltaba algo llamado musgo, así que a la mañana siguiente cuchillo en mano nos adentramos en un bosquecillo cercano para buscarlo . El suelo patinaba bastante y desprendía una neblina azul; Mis ojos estaban abiertos al máximo observando alucinada alrededor, esperando que en cualquier momento apareciera un zorro o cualquier otro animal de
los que salían en los dibujos.

Unos pasos adelante mi padre se paró sonriente: “¡Aquí hay una “mina” de musgo, mira!", y con mucho cuidado trazó un rectángulo alrededor con su cuchillo y levantó la alfombrita verde hasta posarla en mis manos. Pensé que era precioso y además olía a lluvia. Incluso algún trozo traía una seta incorporada. En un momento teníamos la bolsa llena así que contentos tomamos el camino de regreso.

Esta vez teníamos que subir un monte que a mí me pareció una montaña, mis playeras no eran muy adherentes y se me hizo un mundo llegar hasta la cima.

Desde arriba la vista era espectacular. El sol sacaba reflejos dorados de las ventanas de las casas (me acordé de mi Belén) y al fondo la sierra brillaba cubierta de nieve. Mi padre sonriente me sentó en sus rodillas y empezó a detallarme el paisaje: “ Mira, nuestra casa, allí esta mamá asomada a la ventana. ¿La ves?, Aquellas son las cuevas, un día vamos, y allá a lo lejos la Bola del Mundo, ¿La ves? Está cubierta de nieve y tiene una antena en la punta…” Yo buscaba una bola blanca pero no veía nada… “Es una montaña… allí vive un señor todo el año que estudia el tiempo; además hay unas antenas enormes…” Yo miraba el paisaje con la boca abierta, todo era increíble y hasta se me había olvidado el frío y la humedad.

Me encantaba la sensación del sol en las mejillas. Ahora no había ni una nube y el cielo estaba azul intenso. Entonces lo oí.

Era un rumor incesante de trompetas sobre nuestras cabezas. Alcé la vista y ahí estaba: la imagen más bonita que jamás había visto. Decenas de aves formando una “V” perfecta volaban hacia el Sur, incansables, testarudas, valientes… Y yo, clavada en la cima de aquel monte con los ojos como platos grabé esa imagen para siempre en mi retina y en mi alma.

No pasa un Otoño o una Primavera en la que no busque en el cielo una “V” que me dibuje una sonrisa en el alma. Me gusta pensar que son un buen augurio; que la Naturaleza sigue su curso y en algún lugar del Planeta una flor está naciendo o un árbol se prepara para el invierno.

Este Otoño sólo he conseguido ver una, y no de las más grandes. Y no puedo evitar preguntarme si será mala señal, si nacerán menos flores en el Hemisferio Sur y por eso los árboles del bosquecillo cercano, no han tirado aún todas sus hojas.

lunes, diciembre 10, 2007

Monotonía



Monotonía, qué miedo te tengo.

Te estoy sintiendo de nuevo rondando mi puerta, y no sé qué armas tomar para protegerme de tí.

Salgo de casa camino a mi escritorio del día a día. Tomo una ruta diferente con la esperanza de que en mi retina se impriman otras imágenes, que otros aromas me acompañen.

Cambio la música de la autopista; aparco dos calles más abajo... pero al final llego al mismo punto: ésta mesa de lunes idéntica a la del viernes, que me ordena que escriba los emails correspondientes, que de las coordenadas de cada día.

Esta chapa de conglomerado que no sonríe ni aunque le caiga un rayo de sol.

Por la ventana se cuela la imagen de otra monotonía semejante a la mía. Llega cada día a su escritorio y de espaldas a mí realiza su ritual del lunes, idéntico al del viernes. A veces la he visto llorar, y en esos momentos he deseado romper ésta barrera de cristal y llorar con ella, preguntarle su nombre, derribar a su monotonía y recordarle que fuera existen cosas... pero no puedo salir de ésta mazmorra ni sé su número de teléfono.

Sólo me queda esperar a que se cumplan los tiempos, que toque la campana que indica que puedo marchar para preparar la monotonía del martes, que acecha tras de la puerta.