miércoles, junio 18, 2008

De ratones y mensajes embotellados


Eran las once y media de la noche. Cerraba caja, apagaba las luces y el restaurante quedaba sumido en una paz sólo perturbada por la loca carrera de un ratón al que nadie conseguía dar caza. A mí me hacía reír, se burlaba de todos nosotros con la misma flema inglesa de sus captores. En realidad creo que nadie se empeñaba a fondo en atraparle y a mí eso me encantaba. Yo sabiéndole a salvo en el fondo del ropero me iba contenta a casa.

La calle estaba animada. Tu me esperabas en la acera de enfrente bajo una farola en plan Don Gato, con tu bolsito cruzado y los pelos de punta. Siempre sonriendo, generoso, a pesar de que por dentro estabas regular, seguramente por el trabajo o alguna pena de amor.

No habían pasado cinco minutos de caminata y ya se nos había olvidado todo, hasta el inglés. Nos reíamos de nuestras sombras, que les faltaba lucir peineta y volantes de lo mucho que españoleábamos. Qué sana esa risa contagiosa de no sé qué… creo que no es otra que la de la felicidad instantánea. En ese momento nos sentíamos libres, descargados de preocupación, de vicios, de prejuicios. No era la felicidad plena, infinita, sino la de ese momento y ese lugar; nos mirábamos y reíamos e improvisábamos los siguientes minutos sin relojes ni calendarios.

El cansancio de todo el día ponía nuestros pies rumbo a casa. Tomábamos el bus, piso alto primera fila, y como en una montaña rusa atravesábamos a toda velocidad la City londinense, desierta, misteriosa, tan vieja y tan nueva al mismo tiempo. Nos encantaban esas minúsculas iglesias góticas incrustadas entre los edificios modernos; y la leyenda de la piedra de origen celta, que guardaban dentro de una urna de cristal en mitad de Cannon Street. Habíamos leído que era el resto de un altar sobre el que los romanos fundaron la ciudad; y ahí estaba, invisible para la mayoría de la gente que pasaba ante ella.

Cuando llegábamos a Liverpool Street siempre imitabas la voz de aquella triste mujer que anunciaba las estaciones de metro. Me hacías reír a cada paso, con tus imitaciones de chiquito en hindú y tantas otras.

Desde White Chapel hasta la puerta de casa, más risas; Llegábamos rendidos, pero por arte de magia la charla había desbancado al sueño y más espabilados que nunca nos mirábamos cómplices. “Hace una noche preciosa, ¿Nos damos una vuelta?”. El barrio en silencio y nosotros niños jugando con la noche. Primero el callejón de Jack El Destripador, con sus ladrillos comidos por la humedad guardando oscuros secretos. Luego cruzando la calle, aquel cementerio-jardín con lápidas de una familia olvidada que vivió dos siglos atrás. Y de ahí rumbo a la Torre de Londres, donde algún cuervo con insomnio hacía coros a nuestras carcajadas.

Recuerdo una noche en la que cruzamos al otro lado del río y encontramos aquella iglesia tan bonita; la luz del interior reflejaba las vidrieras de colores en tus ojos que por un momento parecían dos discos de psicodelia. Era de cuento, “La casita de chocolate” que tanto me gustaba de niña.

Caminamos siguiendo el curso del río observando la cara más hermosa de la ciudad, con la catedral recortando el cielo de estrellas, los últimos rascacielos abriéndose paso hacia lo alto y más lejos, los tejaditos con sus chimeneas de deshollinador y la luna llena trepando por ellas.

Estábamos tan unidos que las mismas ideas nos asaltaban la mente; esa dicha tan tonta y tan auténtica había que inmortalizarla, y no sólo con la cámara. "No sé, hagamos alguna travesura; ¿Y si lanzamos una botella con un mensaje al río?" -¡Si! (a dúo). Y nos pusimos a improvisar unas letras en la libreta de del restaurante. Pusimos nuestros nombres y correo electrónico dentro de dos botellas de coca-cola y las lanzamos a las negras aguas como quien lanza fuegos artificiales.

Esos barquitos no encerraban frases elocuentes; llevaban mucho más en sus bodegas: el alma de nuestra amistad, el aroma de aquellas horas compartidas.

Fueron muchas las caminatas. No todas bajo estrellas y luna llena, ni todas a carcajada limpia. Muchas veces llovía, y las lágrimas nos hacían compañía. Y aún así, tarde o temprano encontrábamos la manera de volver a sonreír, como aquel día gris en el que todo nos salía mal; para rematar la jornada nos diluvió sin piedad ni paraguas, y nos fuimos calle abajo apoyados el uno en el otro, dejando que la lluvia arrastrara nuestras lágrimas por el asfalto. Después nos moríamos de la risa comparándonos con aquellos centuriones romanos de Astérix que se consolaban uno al otro tras recibir una paliza.

Te hiciste inolvidable para mí y ni siquiera estoy segura de dónde te encuentras ahora. Ha habido tantas cosas que me hubiera gustado compartir contigo y no he podido... Me pregunto si es que ya no habrá más momentos, si es que aquellos son los que fueron y lo serán siempre, sin más.

Si sólo vas a ser el recuerdo entrañable de ese chico que venía de Madrid con el bolso lleno de paquetes de lentejas el Hostal y chorizo del pueblo, y hasta las pastillas de Avecrén, y desplegaba un arco iris de ternura y alegría por White Chapel. Si todas esas cosas que sembraste en mi memoria y en mi corazón se tienen que quedar así, y no tendrán continuidad.

Porque cuando me levanto una mañana, no con la luz del sol sino con el despertador, y una vez en la oficina veo a la monotonía (qué pesada) trepando por las patas de la mesa, y las noticias de la radio tienen nubes de tormenta. Daría lo que fuera por poder repetir cualquiera de esos días a tu lado; sólo para llorar de alegría contigo. O reír de tristeza.

Mi botella cruzó el Canal de la Mancha y llegó hasta las costas francesas. Un chico llamado Michel me escribió un e-mail un año después, cuando yo ya estaba en Madrid. De la tuya nunca supimos, quizás siga surcando los mares buscando un buen puerto al que arribar. Quizás se detenga el día en el que te detengas tú.


Yo no he vuelto a tirar botellas con mensajes con ningún otro amigo.