lunes, febrero 25, 2008

Sobre mí

Nunca soñé con ser madre. Tampoco con casarme y va ha hacer un año que lo hice.

Lo cierto es que nunca terminas de conocerte a ti mismo. La vida te va enseñando a cada paso quién eres y adonde vas y lo más gracioso es que vas haciendo cosas que jamás hubieras imaginado ni deseado hacer.

Recuerdo como si fuera ayer, de hecho lo fue, cuando muy segura de mi misma afirmaba que nunca me casaría. Había aprendido a estar sola y me sentía feliz. Era capaz de quererme y conseguí gustarme ante el espejo.

Entonces apareció Diego. Ahora entiendo que llegó y se quedó precisamente gracias a mi nuevo yo. Ese saber estar que había conseguido a base de batacazos me cubrió de un halo irresistible, que no es ni más ni menos que la esencia pura de uno mismo, la que tenemos de niños y muchos abandonamos por el camino.

Ahora va a hacer un año que me casé.

Y es que me enamoré irremediablemente de él, cómo no iba a ser así. Un día, cuando aún no reconocíamos nuestro amor y yo creía que tarde o temprano se volvería a Argentina, apareció con una mirada distinta, traviesa… apretaba algo entre sus manos. Curiosa le pregunté que escondía. Entonces tomó mi mano y en ella colocó un pedacito de tela celeste y blanca.

Y así supe que se quedaba conmigo.

Después todo vino sólo. Ambos le quitamos los frenos a la bici y empezamos a vivir todo aquello que creíamos que no estaba hecho para nosotros, como casarnos. Pasamos de creer que era algo frívolo e innecesario, a pensar que era lo más sincero que podíamos hacer el uno con el otro, y por un futuro hijo.

Nunca me gustaron los niños. Suena mal, pero es así. Decidí hace tiempo que en el momento en el que pudiera adoptaría un niño en lugar de concebirlo. También en eso cambié. Cambiamos los dos.

Estaba embarazada. Tenía dentro de mí un milagro de amor, y con sus ya casi tres meses tenía bracitos y piernas, y un corazón.

De pronto entendí que ya nunca volvería a estar sola, que siempre, donde quiera que estuviera, habría un ser con nuestra sangre que ocuparía mi corazón y del que me preocuparía por cada paso que diera. Además estaría en cada momento de mi vida, hasta el día de mi muerte a mi lado, y tendría que pasar por la mismas cosas que yo ya había pasado.

Sentimos tanta emoción. Le pusimos nombre. Diego estaba seguro que era un niño y que jugaría al fútbol con él y le llevaría a conocer Buenos Aires. Y tantos sueños.

Todo ha terminado. Tenía bracitos, piernas y un corazón que no latía. Tuvieron que sacarlo de mí después de tres meses de amor, y yo me he quedado con el útero vacío y el corazón hecho trizas.

Porque no sé que hacer con tanto amor.

Vendrá otro, dicen los médicos. Y hoy amo a Diego más que nunca, que no ha dejado de mimarme ni un minuto. Y algún día adoptaremos.

Mientras intento plasmar el amor que se ha quedado aquí en un lienzo, en una muñeca o en éste escrito, porque no puedo hacer que desaparezca.