Cuantas salidas nocturnas.
Miles, millones, trillones de horas, días, años.
Todas y cada una de esas horas.
Todas y cada una de esas horas las viviría de nuevo si tuviera la certeza de que al final del camino me esperas tú.
(Antiguo poema Celta)
13.00 P.M.
- Te he dicho que no rompas cosas, que luego me llevo yo la bronca. ¿De dónde has sacado ese calcetín?Blanca había pasado por algo parecido, por eso sabía cómo aconsejarla y estaba empeñada en ayudar a su amiga a salir de aquel bache. Habían quedado en pasar el día juntas y Blanca le había propuesto “deshacerse” de su verdugo de un modo espiritual, mediante un "ritual de alejamiento".
- Tráete una foto de él. Vamos a mandarlo bien lejos de tu vida para que no te pueda atormentar nunca más.
Hacía un par de meses que no se veían por culpa del trabajo y las obligaciones. Se abrazaron y se hicieron fiestas durante un buen rato antes de ponerse en faena.
- He pensado que podemos ir a pasar el día a Valmayor. El campo está precioso y creo que es un buen lugar para conectar con tu “yo interno”. Podemos comer allí y de paso tomamos un poco el sol.
Se instalaron en una zona arenosa, una playita de agua dulce con las montañas coronadas de nieve enmarcando el contorno del lago.
En seguida se pusieron en situación. Sofía tumbada boca arriba dejó que su amiga equilibrara sus chakras. Sintió cosquilleo desde la coronilla hasta la punta de los pies quedando completamente relajada. Cuando hubo acabado Blanca sacó un cuaderno y un boli y se lo tendió a Sofía con una sonrisa.
- Me siento muy inspirada. Creo que esto va a funcionar. Voy escribirle una carta de despedida y a desearle lo mejor. Incluso creo que le voy a dar las gracias por lo que he aprendido a su lado.
- Esa es la actitud. Así vas a superarlo antes de lo previsto. Tampoco te enrolles, sé concreta y según vayas escribiendo toma conciencia de cada palabra. Pronuncia cada frase mentalmente para que tome fuerza.
Sofía se sentó un rato a solas. Buscó inspiración en las suaves formas del espejo azul del agua. Estuvo un buen rato escribiendo mientras su amiga, tumbada en la arena se perdía entre borreguitos blancos que trotaban por el cielo.
- Ya estoy lista. ¿Qué hago ahora?
- Lo que te salga de adentro. Creo que va a funcionar mejor si te dejas llevar y lo haces todo con el corazón.
Sofía sacó una foto de 18 x 24 en la que Carlo parecía un actor de cine. Era un retrato de estudio que reflejaba a un guaperas de mirada tierna y una medio-sonrisa cautivadora. Se quedaron las dos embobadas mirándolo un buen rato.
En el reverso de la foto una letra cuidada rezaba:
Per la più bella ragazza del mondo del suo Principe Azzurro
Carlo Marini
Via Avidio Cassio 6. Roma 00175 Italia
Blanca le arrebató la foto a su amiga para evitar que ésta agarrara el móvil y marcara el prefijo de Italia.
- Muy bonito. Espero que se de cuenta de la mujer que ha perdido.
Sofía respiró hondo y decidida caminó hasta la orilla. Abrió la carta y con voz firme recitó su propósito de empezar una nueva vida, lejos de aquel galán que no era capaz de jugársela por ella. Lanzó sus palabras con energía a lo más alto. Dos mariposas cruzaron ante ella y se alejaron arrastrando sus palabras, haciendo espirales y cabriolas hasta perderse en el horizonte. Después envolvió una piedra con el papel y lanzó el paquete lo más lejos que pudo lago adentro.
Entonces miró a Carlo a los ojos y diciéndole adiós posó la foto en el agua y de un empujoncito la puso a navegar hacia el centro del pantano. La vieron alejarse azuzada por la brisa en ondas cada vez más amplias hasta convertirse en un reflejo más.
Después de unos minutos mirando al infinito una nueva Sofía esbozaba una sonrisa limpia y más segura.
- ¿Me cortas el pelo?
A un kilómetro de allí Esther se disponía a inmortalizar en su cuaderno las montañas que tenía frente a sí. A pesar del día soleado sus ojos reflejaban nubes de tormenta. Estuvo un rato haciendo trazos en el papel, hasta que de pronto arrancó la hoja y la convirtió en proyectil que arrojó con rabia a las azules aguas del pantano. Su bretón salió disparado y saltando de roca en roca llegó hasta la orilla donde el papel iba y venía sin decidirse a zarpar. Trepó de nuevo hasta su ama y dejó el papel a sus pies, moviendo el rabo esperando que lo tirara de nuevo. Ella se abrazó a su perro y empezó a llorar, a lo que su amigo respondió con un sin fin de lametones dejando sus mejillas secas en un momento.
- Dime la verdad, eres un Príncipe Encantado. ¿Dónde tengo que besarte para que desaparezca el hechizo?
Lennon la miraba como si entendiera, con sus ojos miel reflejando a su ama en el centro del paisaje. Posó la pata en su hombro en un intento de abrazarla y ella le besó la cabeza esperando que apareciese su Príncipe.
- Mira que soy boba. Los Príncipes Encantados no existen.
Lennon ladeó la cabeza inquisitivo.
- No te enfades, tú siempre serás mi príncipe, el mejor que se puede tener.
Esther cerró lo ojos y respiró hondo tratando de buscar la calma. No podía seguir así. Su último fracaso sentimental había hecho de ella un ser huraño que se refugiaba en sus cuadernos y que no anhelaba más compañía que la de Lennon. No le gustaba el reflejo de sí misma, siempre triste, amargada.
Entonces tomó el lápiz y empezó a plasmar sus deseos en el papel, en versos desiguales y danzarines, al principio lentos, meditados, después rápidos y espontáneos, directos desde el corazón. Describió a su Príncipe con pelos y señales plasmando en cada letra los deseos más profundos. Una vez terminado lo leyó sorprendida y no pudo más que sonreír divertida ante aquel arranque de espontaneidad.
Llevada por la emoción recitó los versos al lago y las montañas. Después hizo un avión con el papel que lanzó con fuerza y tras trazar piruetas en el aire, fue planeando hasta posarse a varios metros de la orilla. Poco a poco la brisa lo fue arastrando hasta que sólo fue un puntito más en el agua.
Ahora se sentía mejor. Había sacado a la niña que llevaba dentro y había hecho algo hermoso. Se sentó de nuevo en la piedra y dejó que el sol hiciera cosquillas en su cara mientras observaba el paisaje con otros ojos.
La sacó del sopor el ladrido insistente de Lennon. Venía de abajo, junto al agua; se asomó desde lo alto y le vió ladrando a algo que se aproximaba lentamente.
- Lennon ven, sólo es un papel.
Pero el perro seguía ladrando. Lo vió saltar de roca en roca hasta llegar a la altura del objeto y con mucha habilidad lo recogió del agua y dió marcha atrás sin perder el equilibrio. Después escaló la roca y colocó con cuidado junto a su ama una fotografía tamaño cuartilla.
Esther se quedó sin habla. Allí estaba plasmada la imagen del hombre que había soñado. Sus ojos dulces, su sonrisa sincera le decían en otro idioma que esperaba ansioso una carta suya.
Y sin dudarlo un instante tomó su cuaderno y empezó a escribir.
Por la ventana ve el cielo blanco anunciando una nevada que no termina de caer. Su corazón se está apagando poco a poco y la vida, en su último episodio le tortura con la imagen de la mujer que tanto ama hundida en la desesperación. Esos ojos grises que nunca le han negado una sonrisa parecen dos lagunas bajo una gran tempestad. Enormes, rabiosos, llenos de fuego.
Había visto morir compañeros en el frente. Conocía las miserias de la guerra. Tenía miles de recuerdos con los que atormentarse, ahora anulados por la imagen que tenía frente a él.
“No llores mi amor. Ya verás que me pongo bien. Dentro de nada estaremos paseando de nuevo por la Gran Vía, comiéndonos unas bravas en Atocha y yendo al cine del Paseo de las Delicias. ¿Dónde están las niñas?”
Cinco y siete años; demasiado niñas para entender nada. Se preguntaba qué recuerdo guardarían de su padre, a parte del azul fuerte de sus ojos y el imponente uniforme. No había tenido demasiado tiempo para enseñarles grandes cosas y tantas ilusiones y proyectos quedarían truncados para siempre. Le hubiera gustado verlas crecer, convertirse en mujercitas; conocer sus primeros amores, aconsejarlas, protegerlas. ¿Por qué tuvo que ir a ésa estúpida guerra?. Ahora postrado en una cama extraña viendo el cielo sin terminar de descargar, pensaba que la factura era demasiado cara.
"Están con tu hermana, no saben nada".
Sus manos temblorosas, tan pequeñas, le trajeron a la mente la noche de San Juan de 1936. Estaba destinado en Estepona desde hacía pocos meses y dados los tiempos revueltos que corrían, no había podido disfrutar de aquel lugar increíble, tan distinto de Madrid. Por eso aquella noche era especial; estaba de permiso y había oído decir que los lugareños hacían hogueras en la playa y bailaban hasta el amanecer. Al caer el sol él y sus compañeros se plantaron en la playa donde corros de jóvenes daban palmas y entonaban alegrías y fandangos al calor del fuego. Aquellas chicas andaluzas tenían algo especial, el sol les daba un brillo en la mirada y una alegría que curaba todos los males.
Entonces la vió y ya no hubo ninguna más. Era distina, un poco apartada, sin duda tímida. Era la imagen de la fragilidad, con su cabello dorado peinado a lo Claudette Colbert. Sonreía escuchando las bromas de sus amigas y en su porte delicado toda ella era el centro del Universo. Sus manos eran chiquititas, muy blancas y de vez en cuando las palmeaba sin demasiado salero. Al verle se sonrojó, le pareció guapísimo, un "Clark Gable" a la española; y le dedicó una media sonrisa coqueta que cambiaría el rumbo de sus vidas.
Tras doce años y dos guerras seguía tan enamorado como entonces. La veía apollada en la ventana con la mirada en el infinito. De vez en cuando comprobaba el pestillo de la ventana de madera, como si de ese modo puediera evitar que se le escapara la vida por las rendijas. Y fijaba la mirada de nuevo en el cielo de nieve, esperando que de un momento a otro empezara a caer.
"Qué guapa estás. ¿te he dicho hoy que te amo?". Con la mirada perdida en las nubes parecía una niña. El agua de sus ojos delatando sus pensamientos. "¿Por qué ésto, si somos tan felices?"
Durante la 2ª Guerra Mundial pasó meses con la nieve hasta las rodillas. Esa pesadilla que no era la suya le había devuelto a casa arrastrando una enfermedad lenta e incurable. y ahora, en el final de su vida el cielo de Madrid guardaba en sus entrañas un cargamento entero para cubrirle con su manto blanco. Menuda broma del destino, o quizás no. Tal vez era un acertijo.
Hubo noches de hielo en las que contaba las horas mirando al fuego sin pegar ojo, imaginando su cara, su cintura de muñeca, sus manos blancas entre las suyas. Se entretenía planeando un reencuentro, a veces en la Estación del Norte, buscando sus bucles entre el vapor y la multitud. Otras en la misma playa donde se dijeron adiós. Y la mayoría de las noches, antes de dormirse maldecía el día que decidió partir; esa tonta manía de vivir en una constante aventura, de conocer lugares, de arriesgar la vida... "Es una gran oportunidad, harás carrera..." le habían dicho en el Cuartel. Y en una España destruida, comprendió que era la mejor manera de empezar de nuevo.
"¿Por qué no descansas un rato? Tienes cara de no haber dormido en días. Vete a casa y te acuestas." Sabía la respuesta pero él, tan dado a conversar de cualquier cosa, no sabía que decir en éstos momentos. "Prefiero quedarme, no tengo nada que hacer en casa. Además, si voy me van a preguntar todos...". Con la voz rota buscaba de nuevo el abrigo de las nubes.
Aquel verano del 36 la persiguió sin tregua en cada permiso. Al princio por timidez o por cautela de no ser vista por sus tíos, ella le guardaba las distancias. Pero a medida que avanzaba el verano, sus encuentros dejaron de ser fortuitos y los aceptó con una naturalidad exquista, que a él le rebasaba el corazón.
Solían encontrarse en la Iglesia de los Remedios, a dos manzanas de la casa de sus tíos. Ella aparecía siempre acompañada de su amiga Ana, que a la media hora de caminata sin rumbo, con mucha gracia recordaba que tenía que hacer algún recado y desaparecía. Entonces como autómatas retomaban el camino a la playa, como un tributo a la noche en que se conocieron. Paseaban hasta que el sol comenzaba a perderse tras la serranía, regalándoles abanicos de oro.
A los pocos días estalló la guerra en España y como si con ellos no fuera, pasaron los dos años flotando en una nube, escribiendo su historia de amor. Terminada una guerra estalló otra en Europa y la decisión de separarse por un año para ir al un frente lejano fue dura y cruel, pero no sirvió más que para fortalecer su amor. Ellos, tan ajenos a ideologías, se veían ahora sacudidos sin remedio por la más mordaz de todas.
Nada más volver se casaron; y con el tiempo consiguió borrar el zumbido de los aviones y el olor de la sangre y el frío.
Ella sigue ausente, tan lejos como aquellas noches de verano en Estepona. El estira la mano para tocarla y ella da un respingo, temerosa de que sea el final. El bromea, le cuenta anécdotas de compañeros del trabajo, de la última carta que recibió de su hermano. Ha oído en la radio que el Atleti estuvo imponente frente al Sevilla con cinco goles a uno. "¿Has ido a mirar los abrigos de Sepu? No quiero que vayas desabrigada, anuncian bajo cero para los próximos días".
Pero entonces el mundo se para. Madrid enmudece y el cielo comienza a deshacerse en plumas blancas que caen a cámara lenta cubriendo las almas rotas de una quietud artificial, irreal.
Y todo acaba. Madrid deja de existir. Y el Mundo.
Tampoco existen ya los Angeles que se arrancan las plumas en lo alto.
Madrid, madrugada del 27 de Noviembre de 1997
Desde la ventana de su cuarto ve la calle desierta. El silencio sobrecoge, sumerge en una especie de sonambulismo mágico que hace pensar en la soledad de ser el único ser despierto. No puede dormir y los apuntes sobre la mesa no dan mas de sí.
Entonces algo la saca de la hipnosis. Un lamento lejano, una voz femenina, familiar aunque con un acento distinto, más juvenil. Abre despacio la puerta, escucha atenta, lo vuelve a oir. Camina despacio por el pasillo hasta la puerta entornada de donde viene la voz. Se asoma y la ve temblorosa bajo las sábanas, los ojos muy abiertos, asustados, llorosos...
- ¿Ha empezado a nevar ya...? -
Su voz suena más tranquila.
Es la segunda vez en mi vida que me dan un premio. La primera fue a los nueve años, que se me ocurrió presentarme a un concurso de dibujo en el colegio pensando que no ganaría. Cuando me enteré que había ganado me arrepentí de presentarme porque la timidez me podía, y pensar que tendría que subir al escenario del salón de actos a recogerlo me tuvo varias noches sin dormir. Finalmente llegó el día y subí a recogerlo, pero cuando la monja me dijo que tenía que hablar por el micro, me puse no roja, sino morada, se me cortó la respiración y se asustó tanto que me mandó a mi sitio con el trofeo.
Y llego a la parada de autobús y me arropo de neblina anónima entre desconocidos. Me doy una vuelta por los campitos de mi memoria y me veo de la mano de mi abuela esperando el autocar del colegio... dándome su besito saleroso, sabedora del pellizco que mi timidez e inseguridad me producen en el pecho.